viernes, 9 de mayo de 2008

La lección es clara

Por más confianza que se tenga en el delfín, y por más arrastrado que sea ante su patrón, siempre cabe la posibilidad de una ruptura, la persecución a la familia y la negación del legado histórico

Salinas-Zedillo, lecciones sucesorias

El villano favorito de la historia contemporánea nacional, y a la vez uno de los priístas más admirado por los propios priístas ha regresado con la continuación de su primer libro de memorias para atizar el fuego, por fin, de la larga enemistad con su heredero Ernesto Zedillo. Y lo hace de la forma más increíble: ligándolo a Andrés Manuel López Obrador por haberle permitido llegar a la Jefatura de Gobierno del DF en el 2000, en un proyecto político, dice el ex presidente, que continuó hasta el 2006, cuando ambos perdieron la Presidencia a manos de Felipe Calderón, a quien por cierto Salinas no tiene empacho en halagar junto con el “ala reformadora” del PRI que ha colaborado con el presidente de las manos limpias.
Más allá de lo anecdótico, Marín, Zavala, Doger y todos los involucrados en la sucesión del 2010 deberían leer “La década perdida” porque seguramente encontrarán varias lecciones para iluminar el camino que juntos recorren juntos el topoderoso junto a su sucesor, y los odios que suelen generarse entre ellos.
De Salinas puede decirse todo, pero lo cierto es que a nadie deja indiferente. Creo que, junto a Antonio López de Santa Anna y Victoriano Huerta, ocupa el top of mind de los villanos nacionales. Y es que si Ernesto Zedillo necesitaba un chivo expiatorio para el error de diciembre, lo encontró en su antecesor a quien le cargó la mano exiliándolo del país y encarcelando a su hermano Raúl bajo los cargos del asesinato de su ex cuñado, José Francisco Ruiz Massieu. Pero nada de la relación entre ambos personajes puede entenderse sin recordar el contexto histórico del asesinato de Luis Donaldo Colosio, la ruptura del proyecto transexenal del salinismo, y la madre de todos los descartes en la historia de las sucesiones, cuando Salinas, con el duelo encima de su delfín y las presiones de los grupos priístas, eligió a Zedillo como su sucesor.
La relación entre Salinas y Zedillo ejemplifica perfectamente los riesgos de una sucesión equivocada y se asemeja tremendamente al traspaso de poderes entre Díaz Ordaz y Echeverría. El primero tuvo al segundo como subordinado casi doce años entre su paso por la Secretaría de Gobernación; durante todo ese tiempo se mostró como un empleado leal y eficaz, así como discreto y cumplidor. Díaz Ordaz lo designó su delfín, pero más tardó en entregarle la estafeta que en arrepentirse. Cuando Echeverría montó un minuto de silencio en la Universidad Nicolaíta por los caídos el 2 de octubre de 1968, estuvieron a punto de enfermarlo. Y cuenta el folclor nacional que una vez ejecutado el traspaso de poderes, Díaz Ordaz, a la hora de rasurarse por las mañanas, frente al espejo, se pegaba tremendas cachetadas “por pendejo, por haber escogido a Echeverría”.
Salinas, a lo largo de todo su sexenio, se encargó de preparar su sucesión en la mira de un proyecto transexenal –cualquier parecido con el marinismo es pura coincidencia-. Engañó siempre con Manuel Camacho y Pedro Aspe porque el verdadero tapado era Luis Donaldo Colosio, a quien primero hizo presidente del PRI y luego secretario de Desarrollo Social –cualquier parecido con Zavala y Armenta es pura coincidencia-. En esa sucesión Ernesto Zedillo fue descartado por su enfrentamiento con el Ejército a partir de los libros de texto que atribuía a los militares la responsabilidad histórica de 1968, pero se le consideraba un cuadró básico en el proyecto transexenal en la sucesión del 2000.
La sucesión de Salinas fue enrarecida con el levantamiento del EZLN, el berrinche de Camacho y su salida del gabinete para nombrarlo negociador con los rebeldes. El punto culminante fue el asesinato de Colosio, perpetrado por la nomenclatura tricolor que quería impedir –y lo logró- el proyecto transexenal de Salinas. Abrumado por la muerte de Colosio, con los plazos vencidos para que algún miembro del gabinete renunciara, a presión de los priístas que le disputaban la candidatura presidencial, Salinas debió elegir por descarte entre las pocas opciones que quedaban. Y Zedillo, quien había renunciado al gabinete para irse como coordinador de campaña de Colosio, fue ungido bajo presión y gracias a los buenos oficios de José María Córdoba Montoya.
La relación entre Salinas y Zedillo –ya como presidente electo- se deterioró rápidamente en los últimos días del sexenio a partir de la discusión sobre qué gobierno –el entrante o el saliente- debía asumir la responsabilidad de la devaluación. Zedillo le rindió honores patrióticos y exaltó el legado de Salinas en su toma de protesta, pero a partir del error de diciembre –provocado por el zedillista Jaime Serra Puche- y en la perspectiva de la mayor crisis económica del país, Zedillo encontró en su ex jefe al perfecto chivo expiatorio: le endilgó la responsabilidad de la crisis económica, detuvo a su hermano Raúl y borró cualquier rastro del proyecto transexenal.
Salinas ha regresado a ajustar cuentas con el pasado, y específicamente con su sucesor por descarte. “La década perdida” es la historia de la revancha histórica entre ambos ex presidente, y que en su conjunto, son corresponsables del derrumbe tricolor y del mecanismo sucesorio. La lección es clara: por más confianza que se tenga en el delfín, y por más arrastrado que sea ante su patrón, siempre cabe la posibilidad de una ruptura, la persecución a la familia y la negación del legado histórico. Zedillo es el ejemplo.

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